Este domingo, tercero de Pascua, es tiempo de gozo y de inmensa alegría porque Jesús ha resucitado, y particularmente se nos narra en el Evangelio de San Lucas, ese bonito pasaje de los peregrinos de Emaús, que en lo personal me encanta por varios factores que se nos presentan y que son el reflejo de algunos momentos de nuestra vida diaria.
Desde el texto bíblico, se nos narra cómo el mismo día cuando Jesús resucitó, cumplió con la promesa que en muchas ocasiones y antes de padecer la pasión, compartió con sus amigos, con los discípulos, de que resucitaría al tercer día, los dos discípulos no lo alcanzaban a creer, ya que, como los demás discípulos, están viviendo su duelo. Es así, que los discípulos van consternados, van desilusionados por lo que le sucedió a Jesús, van tan llenos de tristeza que no son capaces de descubrir que Jesús camina a su lado. No es sino hasta que descubren que es Jesús el que caminaba con ellos. Sin embargo, Jesús les recuerda, en su diálogo, lo que dicen las escrituras acerca de él, pero ni aun así son capaces de descubrirle, hasta cuando Jesús fracciona el pan, es cuando se dan cuenta que es Él. Es entonces que empiezan a reflexionar sobre lo que sentían al escucharlo y le hacen una súplica de que se quede con ellos, sin embargo, Jesús desaparece de su presencia.
Jesús en diversas ocasiones se sigue manifestando. Es su manera de demostrar la promesa anunciada de que resucitaría al tercer día, y es la forma en que sus discípulos van poco a poco asimilando lo que en esos momentos era difícil de entender. Este pasaje nos hace una invitación, para que reflexionemos que ese Jesús que reconocieron los discípulos, al partir el pan, es el mismo que se sigue manifestando en nuestra vida, que camina a nuestro lado, que cumple sus promesas, que no nos abandona, porque las diferentes circunstancias de la vida pueden embotar nuestra mente para evitar que lo reconozcamos.
Cuentan que, en una ocasión, una niña llamada Lupita padecía de su vista, veía borroso, hasta que la familia de Lupita descubrió su enfermedad, de tal forma que le compraron unas gafas y comenzó a ver las cosas de diferente manera, con más vida, con más entusiasmo, no borrosas como solía mirarlas. Este ejemplo de Lupita ayuda a entender que debemos ser capaces de acudir a Jesús para que ilumine nuestro caminar. Porque nuestra vida está llena de circunstancias que pueden opacar nuestra fe, que pueden hacer que nuestra vida se torne borrosa, que disminuya nuestra fe en las promesas de Jesús, como aconteció con sus discípulos. Tenemos que ser capaces de descubrirle en los acontecimientos diarios, sobre todo descubrirle vivo y presente en la fracción del pan, es decir, en la eucaristía.
Cuantos pretextos ponemos, cuantas trabas le ponemos a Jesús para no dejarnos iluminar por su luz a través de su palabra y de la eucaristía. Recordemos que somos peregrinos, que nuestra meta está en llegar donde está Jesús, sentado a la derecha del Padre. Por eso, dejemos que su palabra arda en nuestro interior y quite lo que tenga que quitar para que haga eco en nuestra vida, y así resucitar junto con Cristo. Que valga la pena el sacrificio de Jesús por nosotros en la cruz, que día a día le descubramos y le digamos como los discípulos de Emaús, “quédate con nosotros Señor”. Y recuerda, Dios sin nosotros sigue siendo Dios, pero nosotros sin Él no somos nada.